Pues bien, mi primera impresión de la universidad fue la misma que tuvo el primer pulpo que llegó a un garaje (que a saber cuál demonios fue realmente). Fue mucho más chocante, distinto, y sorprendente de lo que cabía esperar. Una conjunción entre lo “posh”, lo cani y Boris Yelstin que me descolocó por completo.
Llevaba sólo 3 días en la ciudad y aún no había conocido en profundidad el “russian-style” más que en las camisetas “abanderadov” de mi experiencia en el barrio del hotel y en la presencia de 27 marcas distintas de vodka en el supermercado, además de arenques salados cual cheetos matutino y una indescriptible clase de pescado seco envasada defectuosamente al vacío y que probablemente, no se comiera con cuchillo y tenedor.
Muestra del snack infame
Aquel día, el “russian-style” llegaría un paso más allá. Cuando llegué al campus y comprobé que en vez de cafeteras de segunda mano había lexus y bmws quise pensar en que era una cosa normal, pues estoy estudiando en la universidad más cara y privada de los países bálticos, y precisamente si tienes dinero para pagar una millonada por tu carrera, probablemente puedas recibir también al cumplir la mayoría de edad un coche con llantas de 19 pulgadas en vez de un R-21. Sin embargo no tardaría en darme cuenta de que los rusos iban un paso más allá.
Nada más abandonar la primera charla, con clásico vídeo turístico de la ciudad, llena de sonrisas repletas de dientes y felicidad por todas partes, tarjetas identificativas con nombre y procedencia y juego de conocimiento al uso (donde se trataba de realizar tareas con enunciados como “encuentra una persona que sea capaz de tocarse la punta de la nariz con la lengua), tuvimos el primer contacto con los alumnos locales.
En mi grupo (porque nos separaron en pos de las “relaciones entre culturas” y para que se hablase inglés en vez de letón) pude contar un total de 6 corbatas, 3 chalecos de punto, más de 20 colgantes y anillos de oro, y para acabar de redondear el paisaje, un tipo que decidió ponerse una americana encima de una camiseta interior de tirantes para poder a la vez demostrar petadez muscular, poderío económico, flow procedente del otro lado del río Hudson y elegancia a la hora de combinar colores. Puro y genuino “russian-style”
Las chicas tampoco se quedaban a la zaga. Los Erasmus estábamos a la vez en un evento de la trilogía bodabautizocomunión y una convención de secretarias de altos ejecutivos. Tacones, faldas de talle alto, tacones de vértigo, trabajos artesanos de peluquería a lo Sarah Palin y maquillajes cual Mariquita Pérez. Brutal.
Luego estaban los que habían optado por un estilo más acorde al “look british empollón” con jerseys encima de corbatas que parecían sacadas del armario de Chandler Bing. Puro aroma de los noventa. Y oro, mucho oro. En pulseras, collares, pendientes…Por supuesto también había chavales normales, con camisa de cuadros y vaqueros, pero probablemente las primeras impresiones no se basan quizá en la normalidad de la mayoría, sino en lo que es disonante y raro. Ese día lo fue, pero aún veo trajes y corbatas estampadas cada día en la universidad.
La huevo-competición
Al día siguiente, y tras la terapia de choque que supuso el primer contacto con la cultura rusa de la ostentación y lo mucho que les importan las primeras impresiones (los letones son más reservados y sencillos) llegó la primera clase. Pero no fue una asignatura al uso, sino una clase magistral, casi un cursillo impartido por un profesor americano que trató de que nosotros, los alumnos Erasmus, y los de primer año, aprendiésemos a trabajar en equipo y a desarrollar nuestra creatividad.
Así que se organizó el concurso “landing capsule”, en el que había que lograr que un huevo lograse llegar intacto al suelo tras dejarlo caer desde un cuarto piso. Las herramientas: dos folios, un metro de cinta adhesiva, 40 centímetros cuadrados de film trasparente y cuatro pajitas. El tiempo: algo más de media hora. Yo me ví en el grupo junto a 4 letones y una chica de Bélgica tratando de explicar en un inglés aún algo macarrónico que la mejor opción era un paracaídas, mientras que Sophie, la chica belga, se afanaba en que el artefacto fuera bonito y los letones discutían entre ellos en un pulcro gramaticalmente y sintácticamente pero indescifrable letón. Perfecta comunicación y trabajo en equipo. Ganamos el segundo premio a diseños tan arriesgados como “la litrona mahou que amortigua” (tres españoles en este grupo) a pesar de que nuestro huevo rodó al llegar al suelo.
Imagen del artefacto
Aún me saben ricos esos bombones del segundo premio…Sophie y yo dijimos que los íbamos a guardar y volver a llevar el lunes…ilusos…los Erasmus no tuvimos que ir más a los cursillos de aprendizaje.