martes, 20 de septiembre de 2011

La universidad

Todos sabemos cómo son los primeros días en cualquier cosa, en cualquier sitio, en cualquier situación y cómo es el inicio en cualquier nueva etapa de la vida. Hay inseguridad, incredulidad, pero también ganas de agradar y de intentar que esa primera impresión, esa que dicen que nunca se repite, sea la mejor posible.

Pues bien, mi primera impresión de la universidad fue la misma que tuvo el primer pulpo que llegó a un garaje (que a saber cuál demonios fue realmente). Fue mucho más chocante, distinto, y sorprendente de lo que cabía esperar. Una conjunción entre lo “posh”, lo cani y Boris Yelstin que me descolocó por completo.

Llevaba sólo 3 días en la ciudad y aún no había conocido en profundidad el “russian-style” más que en las camisetas “abanderadov” de mi experiencia en el barrio del hotel y en la presencia de 27 marcas distintas de vodka en el supermercado, además de arenques salados cual cheetos matutino y una indescriptible clase de pescado seco envasada defectuosamente al vacío y que probablemente, no se comiera con cuchillo y tenedor.

Muestra del snack infame

Aquel día, el “russian-style” llegaría un paso más allá. Cuando llegué al campus y comprobé que en vez de cafeteras de segunda mano había lexus y bmws quise pensar en que era una cosa normal, pues estoy estudiando en la universidad más cara y privada de los países bálticos, y precisamente si tienes dinero para pagar una millonada por tu carrera, probablemente puedas recibir también al cumplir la mayoría de edad un coche con llantas de 19 pulgadas en vez de un R-21. Sin embargo no tardaría en darme cuenta de que los rusos iban un paso más allá.

Nada más abandonar la primera charla, con clásico vídeo turístico de la ciudad, llena de sonrisas repletas de dientes y felicidad por todas partes, tarjetas identificativas con nombre y procedencia y juego de conocimiento al uso (donde se trataba de realizar tareas con enunciados como “encuentra una persona que sea capaz de tocarse la punta de la nariz con la lengua), tuvimos el primer contacto con los alumnos locales.

En mi grupo (porque nos separaron en pos de las “relaciones entre culturas” y para que se hablase inglés en vez de letón) pude contar un total de 6 corbatas, 3 chalecos de punto, más de 20 colgantes y anillos de oro, y para acabar de redondear el paisaje, un tipo que decidió ponerse una americana encima de una camiseta interior de tirantes para poder a la vez demostrar petadez muscular, poderío económico, flow procedente del otro lado del río Hudson y elegancia a la hora de combinar colores. Puro y genuino “russian-style”

Las chicas tampoco se quedaban a la zaga. Los Erasmus estábamos a la vez en un evento de la trilogía bodabautizocomunión y una convención de secretarias de altos ejecutivos. Tacones, faldas de talle alto, tacones de vértigo, trabajos artesanos de peluquería a lo Sarah Palin y maquillajes cual Mariquita Pérez. Brutal.

Luego estaban los que habían optado por un estilo más acorde al “look british empollón” con jerseys encima de corbatas que parecían sacadas del armario de Chandler Bing. Puro aroma de los noventa. Y oro, mucho oro. En pulseras, collares, pendientes…Por supuesto también había chavales normales, con camisa de cuadros y vaqueros, pero probablemente las primeras impresiones no se basan quizá en la normalidad de la mayoría, sino en lo que es disonante y raro. Ese día lo fue, pero aún veo trajes y corbatas estampadas cada día en la universidad.

La huevo-competición

Al día siguiente, y tras la terapia de choque que supuso el primer contacto con la cultura rusa de la ostentación y lo mucho que les importan las primeras impresiones (los letones son más reservados y sencillos) llegó la primera clase. Pero no fue una asignatura al uso, sino una clase magistral, casi un cursillo impartido por un profesor americano que trató de que nosotros, los alumnos Erasmus, y los de primer año, aprendiésemos a trabajar en equipo y a desarrollar nuestra creatividad.

Así que se organizó el concurso “landing capsule”, en el que había que lograr que un huevo lograse llegar intacto al suelo tras dejarlo caer desde un cuarto piso. Las herramientas: dos folios, un metro de cinta adhesiva, 40 centímetros cuadrados de film trasparente y cuatro pajitas. El tiempo: algo más de media hora. Yo me ví en el grupo junto a 4 letones y una chica de Bélgica tratando de explicar en un inglés aún algo macarrónico que la mejor opción era un paracaídas, mientras que Sophie, la chica belga, se afanaba en que el artefacto fuera bonito y los letones discutían entre ellos en un pulcro gramaticalmente y sintácticamente pero indescifrable letón. Perfecta comunicación y trabajo en equipo. Ganamos el segundo premio a diseños tan arriesgados como “la litrona mahou que amortigua” (tres españoles en este grupo) a pesar de que nuestro huevo rodó al llegar al suelo.

Imagen del artefacto

Aún me saben ricos esos bombones del segundo premio…Sophie y yo dijimos que los íbamos a guardar y volver a llevar el lunes…ilusos…los Erasmus no tuvimos que ir más a los cursillos de aprendizaje.

lunes, 12 de septiembre de 2011

48 horas de contrastes


Si creía que mi hotel estaba lejos, me quedaba comprobarlo andando solo, de noche, y con una de esas lluvias que parecen menos de lo que son, están bien al principio, pero muy mal al final, sobre todo si llevas unas gafas graduadas y un mapa que leer. 

Si, efectivamente, andando también mi hotel estaba muy lejos, y conforme iba caminando, el mapa se iba rompiendo al mismo ritmo que la luz iba desapareciendo de las calles, los edificios se volvían más grises y el número de prostitutas (con sus respectivos chulos bajo las contadas farolas de la avenida) aumentaba. No, no había escogido la mejor parte de Riga para establecerme en mis primeras noches en la ciudad, pero tampoco había escogido el peor itinerario para dar un tranquilo paseo por la capital de Letonia, eso lo descubriría dos noches después.

48 horas que sirvieron para conocer los contrastes de esta preciosa ciudad, pequeña y grande a la vez si se compara la “old city” y la periferia, llena de edificios art-decó, repleta de bares con música en directo y con un casco antiguo en el que merece la pena perderse una y otra vez entrando en los pubs y clubs que hay en cada esquina. 48 horas que me hicieron comprobar, también, por primera vez, lo barata que están la cerveza y el vodka en Riga (1 euro la pinta y el chupito de 50ml) y lo que significaba la noche letona y el ambiente Erasmus sin parar de conocer gente nueva hasta las 6 de la mañana de la mañana siguiente. Aún faltaban otro día, otras 24 horas.

Y en esas 24, quizá fui testigo de uno de los mayores contrastes que haya visto en cualquier ciudad. Me dejé guiar por una “buddy”, es decir, una madrina Erasmus letona de un amigo, hasta mi hotel. Si creía que el paseo de dos días antes había sido una experiencia “inolvidable”, ahora, acompañado por esta chica letona, creía que había estado paseando por la calle Serrano. Caminé por calles donde vi personas descalzas fumando un pitillo “tranquilamente” (para ellos, no para mí) y me persiguieron borrachos a la soviética usanza. Los edificios, de madera, parecían poderse caer en cualquier momento, y aún había a la 1 de la mañana señoras que intentaban vender flores en alguna esquina. En aquella parte de Riga aún se veía la anterior influencia de una Unión Soviética que, en otras zonas de la ciudad, más modernas, más amplias y más ordenadas, ha quedado tapada y olvidada por un ambiente cosmopolita europeo.

Es, también, precisamente, en los contrastes culturales, de edificios, entre el gris de las calles y el verde de los muchos jardines que hay aquí, donde se puede encontrar el encanto de esta ciudad, que aunque está muy delimitada en cuanto a la división turismo/resto, guarda auténticas sorpresas tanto en el centro como en la periferia, llena de bosques y con la playa a escasa media hora en tren de cercanías.

Jürmala
Jürmala es esa playa, ese pueblo típicamente turístico donde todo cuesta el doble. Sin embargo, su arenal es espectacular, increíble. 22 kilómetros de playa que, en verano (y cuando fui, lo era prácticamente) se llena de visitantes de los países bálticos vecinos, así como rusos para disfrutar del sol y de los dj’s que pinchan en la arena.

Y en ese pueblo que debe solo existir en verano, tuve una de las experiencias de choque cultural más bizarras. Nos disponíamos a comer mientras un cirujano amablemente y sin anestesia nos quitaba un riñón (eso sí, en ambiente familiar, con familias con sus niños y música tradicionalmente letona en lo que podía ser un equivalente a la tuna, por lo molesto) cuando de repente, un speaker de una marca de cerveza letona se nos acercó. Quería organizar un concurso de miss camiseta mojada con participación erasmusera. Sí, eran las 2 de la tarde, había chavales correteando, y si hubiera estado una televisión puesta con “Cine de Barrio” no habría extrañado.

Mis amigas se negaron a participar, pero dos chicas locales o rusas (ver la diferencia cuesta un poco) quisieron disputarse los 100 lats de premio bañando sus bustos en cerveza. Sin embargo, sí que hubo participación extranjera en el jurado. Jan, nuestro compañero eslovaco, no dudó en aceptar el requerimiento profesional y usar su ojo clínico y experimentado “a regañadientes”.

Lo mejor estaba por llegar. Alrededor de los remojados cuerpos cerveciles, sin sujetadores por medio para las delicias del personal, correteaban niños rusos. Otra niña se sentaba en las rodillas de su padre, jurado en el concurso junto a nuestro amigo eslovaco y a la versión letona de Jose Antonio Camacho en el mundial de Corea y Japón. El éxtasis llegó a la hora de la entrega de premios. La abnegada tarea de Jan había tenido recompensa. Teníamos 6 cervezas gratis.

martes, 6 de septiembre de 2011

Día 1: Primera toma de contacto

Barajas. 13 45 del lunes 29 de agosto de 2011. Es un día importante, sin duda, no sólo porque viaje en avión por primera vez, sino porque, en teoría, voy a vivir una de las experiencias más increíbles que se puedan tener como estudiante. Sí, me iba de Erasmus. Y en teoría me iba a una ciudad extraña, perdida en el mar báltico, gélida, sin hablar (o hablando poco) español, y teniendo que adaptar mis españolas papilas gustativas a una dieta donde lo menos salado iban a ser los arenques envasados al vacío y donde no existirían los tuppers congelados en la bodega de un autobús ALSA. 

Sin embargo ¿qué ocurrió? Había españoles en todas partes, en el vuelo, en la residencia, en el supermercado (un gran vino tinto que haría enrojecer de vergüenza al Cumbre de Gredos) y en la universidad. Una gran y amplia presencia española que abarcaba incluso al pub de Erasmus de la ciudad (el moon safari) en forma de bandera española. Sin duda respiré. No está mal que al llegar a un sitio que imaginabas diferente y extraño te sintieras menos lejos de casa. El alivio duraría poco. 

Duraría poco porque me encontraría con lo mejor de la antigua unión soviética en Riga, con el mejor aroma ruso-vodkil de la autodenominada París de los Bálticos. Me había equivocado al escoger el hotel. Era barato, sí, pero estaba a 40 minutos del centro y en uno de los barrios donde la frase más amistosa era un gruñido.

Llegando al hotel

La verdad es que llegar al hotel no fue difícil, pero sí fue caro. Los 10 lats que tuve que pagar a un paisano con pinta de conductor de autobús escolar me parecieron en aquel momento baratos, luego me daría cuenta, con el paso de los días, de que me estafaron como 5. 

El hotel no estaba muy bien situado (Pernavas iela)
El caso es que llegué…y aquello no parecían los Campos Elíseos, desde luego, era como una zona de periferia, con hierba plantada sin mucho criterio, y donde era difícil distinguir donde empezaba la carretera y acababa la acera. El hotel decía tener 3 estrellas, pero la calle no daba muy buenas sensaciones. Hacia arriba, una gasolinera, y hacia abajo, sabe Diós qué, porque aquella calle no parecía terminar nunca. Comprobaría dónde estaba el final días más tarde, acompañado por una letona, en una de las noches en las que más miedo he pasado por mi integridad física. Pero no adelantemos acontecimientos.

Era el momento de decir la primera frase en inglés, esa que había pensado a lo largo de todo el viaje en el taxi, y que creía fundamental a la hora de conseguir dormir bajo techo la primera noche en Riga. Traspasé una puerta y noté por primera vez un olor que se me haría familiar en los próximos días. Una especie de mezcla entre alcanfor, antipolilla, Aután y cable quemado que incluso se quedaría en mi ropa y llegaría a mantenerse un par de días después de que llegara a la residencia el 1 de septiembre. Ahí estaba la recepción: ¿Do you speak english? Of Course…I’ve booked a room here some days ago…ID card please?... No había sido muy diferente a las conversaciones tantas veces repetidas en la escuela de idiomas, asi que entré y subí hasta mi habitación, la 522.

El transporte
Tras dejar mis cosas en una habitación bastante buena, con cama de matrimonio y bastantes cosas gratis en el baño (indispensable) llegó el momento de coger el autobús y subir al centro a cenar con mis nuevos amigos españoles.

En Riga hay tres tipos de transporte público: Autobuses, trolebuses (autobuses guiados por una catenaria) y tranvías. Yo tenía que coger el autobús número 3 y bajarme en la estación de tren, no parecía demasiado complicado, pero tendría algún problema hasta llegar a la ópera, junto a la cual está la residencia donde yo iba a vivir a partir del 2 de septiembre y donde había quedado con mis amigos españoles.

No fue difícil encontrar un cajero automático para comprar un billete pero sí que fue difícil tratar de hacerme entender con alguien para que me diese cambio para poder pagar el autobús (mi primer intento consistió en intentar pagar el autobús directamente con un billete de 20 lats o poner cara de pena, pero no funcionó, tuve que bajarme en la siguiente parada) 

Nada más entrar en el primer bar a pedir cambio, me arrepentí. Había dos hombres rusos con el equivalente soviético a una camiseta de tirantes abanderado en la barra con cara de muy pocos amigos. Nadie hablaba inglés, y cuando saqué los billetes para intentar pedir cambio me miraron de una forma muy rara, así que decidí pirarme de allí lo más rápido posible e ir hasta la gasolinera para pagar un kínder bueno (cómo no) con un billete de 20 lats.

Subido ya en el autobús, no me costó encontrar la parada, sí el hotel donde había quedado. Estuve dando vueltas bajo la lluvia durante 15 minutos, pero al fin estaba cenando y paseando por la antigua Riga. La ciudad era bastante bonita, y la cena, muy barata y letona (porque el mcdonalds era letón) Acabé de cenar a las 12 de la noche, tenía que regresar al hotel andando.