lunes, 12 de septiembre de 2011

48 horas de contrastes


Si creía que mi hotel estaba lejos, me quedaba comprobarlo andando solo, de noche, y con una de esas lluvias que parecen menos de lo que son, están bien al principio, pero muy mal al final, sobre todo si llevas unas gafas graduadas y un mapa que leer. 

Si, efectivamente, andando también mi hotel estaba muy lejos, y conforme iba caminando, el mapa se iba rompiendo al mismo ritmo que la luz iba desapareciendo de las calles, los edificios se volvían más grises y el número de prostitutas (con sus respectivos chulos bajo las contadas farolas de la avenida) aumentaba. No, no había escogido la mejor parte de Riga para establecerme en mis primeras noches en la ciudad, pero tampoco había escogido el peor itinerario para dar un tranquilo paseo por la capital de Letonia, eso lo descubriría dos noches después.

48 horas que sirvieron para conocer los contrastes de esta preciosa ciudad, pequeña y grande a la vez si se compara la “old city” y la periferia, llena de edificios art-decó, repleta de bares con música en directo y con un casco antiguo en el que merece la pena perderse una y otra vez entrando en los pubs y clubs que hay en cada esquina. 48 horas que me hicieron comprobar, también, por primera vez, lo barata que están la cerveza y el vodka en Riga (1 euro la pinta y el chupito de 50ml) y lo que significaba la noche letona y el ambiente Erasmus sin parar de conocer gente nueva hasta las 6 de la mañana de la mañana siguiente. Aún faltaban otro día, otras 24 horas.

Y en esas 24, quizá fui testigo de uno de los mayores contrastes que haya visto en cualquier ciudad. Me dejé guiar por una “buddy”, es decir, una madrina Erasmus letona de un amigo, hasta mi hotel. Si creía que el paseo de dos días antes había sido una experiencia “inolvidable”, ahora, acompañado por esta chica letona, creía que había estado paseando por la calle Serrano. Caminé por calles donde vi personas descalzas fumando un pitillo “tranquilamente” (para ellos, no para mí) y me persiguieron borrachos a la soviética usanza. Los edificios, de madera, parecían poderse caer en cualquier momento, y aún había a la 1 de la mañana señoras que intentaban vender flores en alguna esquina. En aquella parte de Riga aún se veía la anterior influencia de una Unión Soviética que, en otras zonas de la ciudad, más modernas, más amplias y más ordenadas, ha quedado tapada y olvidada por un ambiente cosmopolita europeo.

Es, también, precisamente, en los contrastes culturales, de edificios, entre el gris de las calles y el verde de los muchos jardines que hay aquí, donde se puede encontrar el encanto de esta ciudad, que aunque está muy delimitada en cuanto a la división turismo/resto, guarda auténticas sorpresas tanto en el centro como en la periferia, llena de bosques y con la playa a escasa media hora en tren de cercanías.

Jürmala
Jürmala es esa playa, ese pueblo típicamente turístico donde todo cuesta el doble. Sin embargo, su arenal es espectacular, increíble. 22 kilómetros de playa que, en verano (y cuando fui, lo era prácticamente) se llena de visitantes de los países bálticos vecinos, así como rusos para disfrutar del sol y de los dj’s que pinchan en la arena.

Y en ese pueblo que debe solo existir en verano, tuve una de las experiencias de choque cultural más bizarras. Nos disponíamos a comer mientras un cirujano amablemente y sin anestesia nos quitaba un riñón (eso sí, en ambiente familiar, con familias con sus niños y música tradicionalmente letona en lo que podía ser un equivalente a la tuna, por lo molesto) cuando de repente, un speaker de una marca de cerveza letona se nos acercó. Quería organizar un concurso de miss camiseta mojada con participación erasmusera. Sí, eran las 2 de la tarde, había chavales correteando, y si hubiera estado una televisión puesta con “Cine de Barrio” no habría extrañado.

Mis amigas se negaron a participar, pero dos chicas locales o rusas (ver la diferencia cuesta un poco) quisieron disputarse los 100 lats de premio bañando sus bustos en cerveza. Sin embargo, sí que hubo participación extranjera en el jurado. Jan, nuestro compañero eslovaco, no dudó en aceptar el requerimiento profesional y usar su ojo clínico y experimentado “a regañadientes”.

Lo mejor estaba por llegar. Alrededor de los remojados cuerpos cerveciles, sin sujetadores por medio para las delicias del personal, correteaban niños rusos. Otra niña se sentaba en las rodillas de su padre, jurado en el concurso junto a nuestro amigo eslovaco y a la versión letona de Jose Antonio Camacho en el mundial de Corea y Japón. El éxtasis llegó a la hora de la entrega de premios. La abnegada tarea de Jan había tenido recompensa. Teníamos 6 cervezas gratis.

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