viernes, 21 de octubre de 2011

Sobre la fiesta y los viajes (II: Sigulda y Vilnius)

Tras la fiesta, suena el despertador. Notas las legañas, casi incrustadas, y las arrugas de la almohada en la cara cuando tratas de desengrasar los párpados, que parecen haberse declarado en huelga y funcionan con los servicios mínimos. No sin un gran esfuerzo, y sin estar muy seguro de haber escogido la opción correcta, con el maravilloso recuerdo de esa misma almohada, tratas de mover tu cuerpo hasta la estación de tren o de autobús. Con suerte y si te marchas el fin de semana completo, habrás hecho la maleta el día anterior. Sin ella, o mejor dicho, casi siempre, tendrás que encontrar la suficiente cantidad de camisetas limpias, de calzoncillos y de calcetines sin divorciar (la lavadora les confunde) para llenarla. Con el frío doloroso de la mañana, llegas 10 minutos tarde a la estación. Sin embargo te das cuenta de que eres el primero. Típica sensación de sábado.

En tu vida pre-erasmus corres y pierdes transporte público entre semana. En tu vida erasmus, en el fin de semana.

Sigulda

Uno de esos fines de semana nos fuimos hasta Sigulda, un pueblo más o menos grande situado en el interior de un bosque. Por suerte y por desgracia, hacía sol. Por suerte porque ahora sé que estábamos disfrutando de los últimos rayos de sol que calentaban algo. Ahora, y por desgracia, conozco la sensación de un sol que está ahí, que lo ves, que te despierta por la mañana por la falta de persianas en tu ventana, que te hace estornudar de forma estúpida cuando abres la puerta de tu portal, pero que no calienta en absoluto, nada, cero. Como si estuvieses a la sombra.

Estación de tren en Letonia

Y por desgracia, porque los más experimentados letones, decidieron como 200 lagartos, apelotonarse en la estación de tren y subirse a la vez, apretujados, apretando los dientes, con los codos afilados, a uno de esos cacharros diésel que serían dignos de cruzar Siberia en la época dorada de la Unión Soviética. Decir hacinados sería quedarse corto. Aún recuerdo a la encargada de revisar los billetes con un agobio que le provocaba que las gafas estuvieran en la punta de una nariz que destilaba, gota a gota, sudor sobre los billetes que sellaba. A esta estampa se le sumaba un niño que casi destrozaba los cristales del tren con la vibración de un llanto hondo, sentido y mejor impostado que las arias de Pavarotti. ¿Cómo de algo tan pequeño pueden salir tantos decibelios?

La sensación era maravillosa. El bienestar aumentó cuando el tren se paró, supongo que para que disfrutáramos del paisaje espectacular, durante una hora en medio de las vías. Ese fue el momento esperado por una típica señora ruso/letona (deberían ser patrimonio de la humanidad), con su pañuelo anudado debajo de la barbilla, y vital fatiga se pusiera a rezar en voz baja, pero muy audible (debido a su audición, supongo) varias plegarias al santo ortodoxo de su pueblo. Inmejorable.

Tras dos horas en aquel purgatorio, llegamos a Sigulda. Un pueblo increíble y al que merece la pena ir si estás por la zona y te gusta caminar (o subir escaleras, porque las rutas estaban llenas de ellas para superar el desnivel de la montaña). Desde el punto más alto de los montes que rodeaban a uno de los valles más espectaculares que he visto, solamente se podían ver bosques casi infinitos en cualquier dirección. Árboles y hojas que, a punto de caer, mostraban todo el cromatismo del otoño y te hacían sentir realmente pequeño, y subido al teleférico que atravesaba el valle, libre flotando en un mar amarillo, naranja y rojo.

Vilnius

Si en Sigulda y en el anteriormente contado viaje a Jurmala conocimos las bondades de las líneas ferroviarias letonas, en el viaje a Vilnius nos decidimos a catar las líneas de autobuses bálticas. Y francamente, cuando me subí al autobús, me daba un poco igual lo que me pudiera encontrar. Además, y siendo francos, si todo es perfecto, no es divertido. La causa de esa sensación era el baratísimo precio de las líneas de autocar a los países bálticos. 15 euros, por ejemplo la ida y la vuelta del viaje a Vilnius (a 3 horas y media de distancia) o los 22 a Tallin (a cuatro horas y poco)

Así no me importó que a la vuelta, en medio de la total oscuridad de las 9 de la noche, me situaran justo delante de una televisión que no paró de emitir películas de dudosa calidad en polaco subtituladas al ruso o en ruso subtituladas al ruso, no vaya a ser que no se entendiera bien la trascendencia de los diálogos de una película llena de significado. Su sinopsis es para auténticos eruditos.

Un paisano, mezcla entre Antonio Resines y Antonio Molero con 5 horas diarias de gimnasio más, llega a un hospital no se sabe muy bien por qué. Allí hay enfermeras que, por estar más cómodas en el suave clima de la estepa rusa, deciden llevar debajo de su bata, lencería fina de encaje. El paisano se recupera en un solo día, pero decide quedarse en el hospital con el sano objetivo de realizar una orgía con todas ellas. El paisano es Dios en la tierra ligando. Toca el piano, cocina platos minimalistas, calienta a base de puñetazos a todo el personal que ronda tras las virginales señoritas, y además, es capaz de ganarse también a las madres de todas ellas, llenándose los pectorales de grasaza, como buen ruso, arreglando los tractores de sus respetables maridos. Tras hablar, en el hospital y entre vodka y vodka, probablemente de Nietzsche y Ortega y siempre por descuido, las señoritas dejan caer sus batas mostrando su bien proporcionada anatomía. En el autobús ya nadie podía dormir. Los chistes debían de ser buenísimos, pues entre pinta y pinta de cerveza (quizá los señores que estaban en los asientos de al lado se bebieron como siete, cortesía de Eurolines), el rusamen del autobús se despollaba sin reparos de ningún tipo, jaleando las conquistas del Resines patrio. Brutal.

Por lo que respecta a la ciudad, poco puedo decir, porque el trancazo que me pillé fue de auténtico órdago, y aunque hice el turismo adecuado, mis recuerdos tienen la misma neblina que una borrachera. Lo que me impresionaron de verdad fueron dos cosas: primero la devoción que los lituanos tienen por el baloncesto. Chavales jugando en el parque a pesar de que caían chuzos de punta, balones de basket en cada esquina, decorando en forma de luces cada calle, con jugadores del Lietuvos Rytas en cada marquesina de autobús urbano...La envidia me corroía a cada paso. Nos llevan años de ventaja


Plaza al atardecer en Vilnius

El otro punto fue la visita al antiguo cuartel de la KGB. En el sótano, las celdas, las habitaciones de tortura y las de ejecución. El silencio de los visitantes en el hormigón de la cárcel helaba. Eran estancias de no más de 5 metros cuadrados, acolchadas para que los gritos de los torturados no llegasen a los cómodos despachos de los vigilantes. Cada mirada realmente dolía. Solo con imaginar las condiciones de vida de aquellos presos políticos, aguantando el invierno con tan sólo un pijama, hacinados entre excrementos sin sanitarios, u obligados a permanecer de pie en un pequeño círculo de 20 centímetros de diámetro para no caer al agua helada en interrogatorios que podían durar más de dos días, tu punto de vista sobre la condición humana se veía seriamente cuestionado. Al final de la visita, acabé por desencajarme cuando reparé que, a pesar de todo lo sufrido, en el patio los presos habían puesto una canasta de baloncesto.

3 comentarios:

Carlos Curiel (@Curi11) dijo...

Lo diré en una palabra, SUBLIME!;)

Charles Parrens dijo...

Me encanta, me lo he imaginado todo.

Ahora te voy a obligar a llevarme a esos dos sitios, nos vemos en Febrero

Kenny girls dijo...

Yo también me lo he ido imagunando todo, una entrada genial, en serio!! jaja hubiera molado tanto estar en esos viajes...